Por Eduardo Galeano
Marzo
30
…
Maruja
no tenía edad.
De sus años de antes, nada contaba. De sus
años de después, nada esperaba.
No era linda, ni fea, ni más o menos.
Caminaba arrastrando los pies, empuñando
el plumero, o la escoba, o el cucharón.
Despierta, hundía la cabeza entre los
hombros.
Dormida, hundía la cabeza entre las
rodillas.
Cuando le hablaban, miraba el suelo, como
quien cuenta hormigas.
Había trabajado en casas ajenas desde que
tenía memoria.
Nunca había salido de la ciudad de Lima.
Mucho trajinó, de casa en casa, y en
ninguna se hallaba. Por fin, encontró un lugar donde fue tratada como si fuera
persona.
A los pocos días, se fue.
Se estaba encariñando.
Fuente:
Galeano, E. (2012), Los hijos de los días, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.
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