Por Eduardo Galeano
Dicen
que fue el rey Manu quien otorgó prestigio divino a las castas de la India.
De su boca, brotaron los sacerdotes. De
sus brazos, los reyes y los guerreros. De sus muslos, los comerciantes. De sus
pies, los siervos y los artesanos.
Y a partir de entonces se construyó la
pirámide social, que en la India tiene más de tres mil pisos.
Cada cual nace donde debe nacer, para
hacer lo que debe hacer. En tu cuna está tu tumba, tu origen es tu destino: tu
vida es la recompensa o el castigo que merecen tus vidas anteriores, y la
herencia dicta tu lugar y tu función.
El rey Manu aconsejaba corregir la mala
conducta: Si una persona de casta inferior escucha los versos de los libros
sagrados, se le echará plomo derretido en los oídos; y si los recita, se le
cortará la lengua. Estas pedagogías ya no se aplican, pero todavía quien se
sale de su sitio, en el amor, en el trabajo o en lo que sea, arriesga
escarmientos públicos que podrían matarlo o dejarlo más muerto que vivo.
Los sincasta, uno de cada cinco hindúes,
están por debajo de los de más abajo. Los llaman intocables, porque
contaminan: malditos entre los malditos, no pueden hablar con los demás, ni
caminar sus caminos, ni tocar sus vasos ni sus platos. La ley los protege, la
realidad los expulsa. A ellos, cualquiera los humilla; a ellas, cualquiera las
viola, que ahí sí que resultan tocables las intocables.
A fines del año 2004, cuando el tsunami
embistió contra las costas de la India, los intocables se ocuparon de recoger
la basura y los muertos.
Como siempre.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
No hay comentarios:
Publicar un comentario