Por Bertrand Russell
Tres
pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el
ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el
sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como grandes vendavales, me
han llevado de acá para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano
de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación.
He buscado el amor, primero, porque
conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el
resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo
lugar, porque alivia la soledad, esa terrible soledad en que una conciencia
trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin
vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una
miniatura mística, la visión anticipada del cielo que han imaginado santos y
poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para
esta vida humana, esto es lo que –al fin– he hallado.
Con igual pasión he buscado el
conocimiento. He deseado entender el corazón de los hombres. He deseado saber
por qué brillan las estrellas. Y he tratado de aprehender el poder pitagórico
en virtud del cual el número domina al flujo. Algo de esto he logrado, aunque no
mucho.
El amor y el conocimiento, en la medida en
que ambos eran posibles, me transportaban hacia el cielo. Pero siempre la
piedad me hacía volver a la tierra. Resuena en mi corazón el eco de gritos de
dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos
desvalidos, carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y
dolor convierte en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo
ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.
Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna
de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad.
Fuente:
Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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