Por Ian Kershaw
Para
la mayoría de observadores, tanto en el interior como en el exterior, el
régimen de Hitler parecía estable, fuerte y victorioso tras cuatro años en el
poder. La posición del propio Hitler parecía intocable. La imagen de gran
estadista y líder nacional de genio fabricada por la propaganda coincidía con
los sentimientos y expectativas de una gran parte de la población. La reconstrucción
interna del país y los triunfos nacionales en política internacional, todos
ellos atribuidos a su «genio», lo convirtieron en el dirigente político más
popular de cualquier nación de Europa. Lo que ansiaba la mayoría de los
alemanes normales y corrientes, como la mayoría de la gente normal y corriente
de todos los lugares y todas las épocas, era paz y prosperidad. Hitler parecía
haber construido los cimientos para ellas. Había restituido la autoridad del
gobierno y había restablecido el orden público. El hecho de que hubiera
destruido las libertades civiles en el proceso sólo preocupaba a unos pocos.
Había trabajo de nuevo y una gran prosperidad económica. Aquello era muy
diferente al desempleo masivo y la quiebra económica de la democracia de Weimar.
Naturalmente, aún quedaba mucho por hacer y seguían existiendo numerosos
motivos de queja. El conflicto con las iglesias, que era la causa de un gran
resentimiento, no era el menor de ellos. Pero, por lo general, la gente no
responsabilizaba a Hitler. La mayoría creía que los aspectos negativos de la
vida cotidiana no eran obra del Führer, que los culpables eran sus
subordinados, que con frecuencia le ocultaban lo que ocurría.
Fuente:
Kershaw, I. (2008), Hitler, Península, Barcelona.
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