30/5/19

Ida y vuelta

Lo primero que veo cuando salgo de casa es un contenedor de basura que huele muy mal. En las noches, pero a veces también a plena tarde, los minadores se introducen en él para sacar todo lo que se pueda reciclar, objetos metálicos, plásticos, papel. Ahora mismo hay uno dentro y lo miro de reojo mientras comienzo a dibujar eles con las cuadras para llegar al bus que me llevará al edificio. La estación de bus queda frente a un burdel, en una cuadra que dentro de ocho horas estará ennegrecida de noche y salpicada del amarillo que proyecta el alumbrado público y del blanco que irradian los focos de los locales comerciales, pero que a esta hora de la mañana parece una cuadra más. Me siento en la penúltima fila, junto a la ventana, e intento concentrarme en la novela de turno. Los protagonistas son Amaro y Amalia. Amalia es bella y niña. Amaro es un cura sin vocación. Desde el comienzo se presiente la futura unión de los cuerpos, pero estoy en la página trescientos y no han pasado de un par de besos. El bus me deja a dos eles de la meta, un edificio de doce pisos con ascensores que solo te permiten ir a un piso u otro. El recepcionista me da la tarjeta correspondiente al piso once. En el ascensor me enfrento con una chica glamurosa que me come con los ojos. La señora que me recibe la factura en el piso once tampoco me deja de mirar y se nota que la pongo nerviosa. No sé qué pensar, siempre me he sentido feo. Salgo del edificio a toda prisa y agarro el bus de regreso que va atiborrado de gente. Logro sentarme pero no me apetece leer a Eça de Queirós ni a nadie. Al salir de la estación veo a una bella ingresando al burdel. En la última ele, frente al contenedor de basura, saludo con la pareja del restaurante. Son jóvenes prematuramente envejecidos. Me cuentan que apenas venden treinta almuerzos diarios y que el dinero solo les alcanza para pagar el arriendo y a la cocinera. Son casi tan pobres como los minadores del contenedor.

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