Lo primero que veo cuando salgo de casa es
un contenedor de basura que huele muy mal. En las noches, pero a veces también
a plena tarde, los minadores se introducen en él para sacar todo lo que se
pueda reciclar, objetos metálicos, plásticos, papel. Ahora mismo hay uno dentro
y lo miro de reojo mientras comienzo a dibujar eles con las cuadras para llegar
al bus que me llevará al edificio. La estación de bus queda frente a un burdel,
en una cuadra que dentro de ocho horas estará ennegrecida de noche y salpicada
del amarillo que proyecta el alumbrado público y del blanco que irradian los
focos de los locales comerciales, pero que a esta hora de la mañana parece una
cuadra más. Me siento en la penúltima fila, junto a la ventana, e intento
concentrarme en la novela de turno. Los protagonistas son Amaro y Amalia.
Amalia es bella y niña. Amaro es un cura sin vocación. Desde el comienzo se presiente
la futura unión de los cuerpos, pero estoy en la página trescientos y no han
pasado de un par de besos. El bus me deja a dos eles de la meta, un edificio de
doce pisos con ascensores que solo te permiten ir a un piso u otro. El
recepcionista me da la tarjeta correspondiente al piso once. En el ascensor me enfrento
con una chica glamurosa que me come con los ojos. La señora que me recibe la
factura en el piso once tampoco me deja de mirar y se nota que la pongo
nerviosa. No sé qué pensar, siempre me he sentido feo. Salgo del edificio a
toda prisa y agarro el bus de regreso que va atiborrado de gente. Logro sentarme
pero no me apetece leer a Eça de Queirós ni a nadie. Al salir de la estación veo
a una bella ingresando al burdel. En la última ele, frente al contenedor de
basura, saludo con la pareja del restaurante. Son jóvenes prematuramente
envejecidos. Me cuentan que apenas venden treinta almuerzos diarios y que el
dinero solo les alcanza para pagar el arriendo y a la cocinera. Son casi tan
pobres como los minadores del contenedor.
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30/5/19
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