6/6/19

He vivido en pos de una ilusión

Por Bertrand Russell*
Desde mi infancia, he dedicado el lado serio de mi vida a dos intereses diferentes que durante mucho tiempo permanecieron separados y que sólo en los últimos años se han unido en un todo. Por una parte, quería saber si es posible el conocimiento; por otra, quería hacer todo lo que estuviera a mi alcance para crear un mundo más feliz. Hasta la edad de treinta y ocho años, dediqué casi todas mis energías a la primera de estas tareas. El escepticismo me inquietaba y me vi forzado, contra mi voluntad, a sacar la conclusión de que casi todo lo que se considera conocimiento está expuesto a la duda razonable. Necesitaba la certeza del mismo modo que la gente necesita la fe religiosa. Pensaba que era más probable encontrar la certeza en la matemática que en cualquier otra cosa, pero descubrí que muchas demostraciones matemáticas, que mis maestros pretendían que aceptara, estaban plenas de falacias, y que si efectivamente era posible encontrar la certeza en la matemática, se trataría un nuevo tipo de matemática basada en fundamentos más sólidos que los que se consideraban inamovibles hasta ese momento. Pero a medida que avanzaba en mi trabajo, recordaba constantemente la fábula del elefante y la tortuga. Una vez construido un elefante sobre el cual se podía apoyar el mundo matemático, me di cuenta de que el elefante tambaleaba y tuve que construirle una tortuga para que no cayera. Pero la tortuga no resultó más segura que el elefante, y después de veinte años de muy arduos esfuerzos, llegué a la conclusión de que yo no podía hacer nada más para conseguir que el conocimiento matemático fuera indudable. Entonces llegó la primera guerra mundial y mis pensamientos se concentraron en la locura y la miseria humanas.
Creo que ninguna de las dos es parte intrínseco e inevitable del ser humano, y estoy convencido de que la inteligencia, la paciencia y la elocuencia pueden, tarde o temprano, alejar al género humano de las torturas que se ha impuesto, siempre que en el ínterin no se extermine a sí mismo.
Basándome en esta convicción, he mantenido siempre un grado de optimismo, aunque con la edad éste se ha vuelto más sobrio y me hace ver más lejana la conclusión feliz. Pero sigo siendo totalmente incapaz de estar de acuerdo con aquellos que aceptan con fatalismo la creencia de que el hombre ha nacido para sufrir. No es difícil determinar las causas de infelicidad del pasado ni del presente. Debido a que el hombre no dominaba la naturaleza, ha existido la pobreza, la pestilencia y el hambre. Debido a la hostilidad de unos hombres contra otros hombres, ha habido guerras, opresiones y torturas. Y oscuras creencias han alimentado morbosos sufrimientos y han conducido al hombre a profundos conflictos internos que han vuelto vana toda la prosperidad exterior. Todo esto no era necesario, y para todos estos padecimientos se conocen medios con que poder superarlos. En el mundo moderno, los pueblos son infelices porque con frecuencia ignoran muchas cosas y mantienen costumbres, creencias y pasiones a las que valoran más que la felicidad e incluso la vida. He visto a muchas personas, en esta época nuestra tan peligrosa, que parecen enamoradas del sufrimiento y de la muerte, y que se enfadan cuando se les sugiere la esperanza. Piensan que la esperanza es irracional y que, instaladas en su cómoda desesperanza, simplemente confrontan la realidad. Yo no estoy de acuerdo con ellas. Conservar la esperanza en este mundo requiere nuestra inteligencia y nuestra energía. Quienes desesperan, con frecuencia es porque carecen de energías.
He vivido la segunda mitad de mi vida en una de esas dolorosas épocas de la historia humana durante las cuales el mundo empeora; las victorias que parecía definitivas terminaron siendo transitorias. Cuando era joven, el optimismo victoriano se daba por sentado. Me enseñaron que la libertad y la prosperidad se extenderían paulatinamente por el mundo de acuerdo con un proceso ordenado, y se esperaba que la crueldad, la tiranía y la injusticia irían disminuyendo sin cesar. Casi nadie vivía atemorizado por las grandes guerras. Casi nadie pensaba que el siglo diecinueve era un breve intervalo entre el pasado y la barbarie del futuro. A quienes han crecido en aquel clima les ha sido difícil adaptarse al mundo presente, no sólo en el aspecto emocional sino también en el intelectual. Las ideas que se consideraban apropiadas han resultado no serlo. Ha sido muy difícil conservar valiosas libertades en algunos asuntos, mientras que en otros, concretamente en las relaciones entre países, las libertades antes valoradas han demostrado ser abundantes fuentes de desastres. Si el mundo ha de emerger de su actual situación de peligro, necesitamos nuevas ideas, nuevas esperanzas, nuevas libertades y nuevas restricciones a la libertad.
No pretendo decir que lo que yo he hecho en relación con los problemas políticos y sociales ha tenido mucha importancia. Comparativamente, con un evangelio preciso y dogmático como el comunismo es mucho más fácil obtener un gran efecto. Por lo que a mí respecta, no puedo creer que la humanidad necesite ningún sistema preciso ni dogmático, como tampoco puedo creer con sinceridad en ninguna doctrina parcial que sólo se ocupa de una parte o aspecto de la vida humana. Hay quienes sostienen que todo depende de las instituciones, y que las buenas instituciones nos traerán inevitablemente una época de paz y prosperidad. Por otra parte, están quienes creen que se necesita un cambio en los corazones, y que, en comparación, poco cuentan las instituciones. No estoy de acuerdo. Las instituciones moldean el carácter, y el carácter transforma a las instituciones. Las reformas de ambos deben marchas cogidas de la mano, y si los individuos han de conservar esa medida de iniciativa y flexibilidad que deberían tener, no se los debe encerrar a todos en un único y rígido molde; o, para cambar la metáfora, no de los debe adiestrar a todos en un mismo ejército. La diversidad es esencial, a pesar de que excluye de antemano la aceptación universal de un único evangelio. Pero predicar semejante doctrina no es fácil, en particular en tiempos difíciles, y quizás no produzca ningún efecto hasta que la trágica experiencia no nos enseñe algunas lecciones amargas.
Mi obra se aproxima a su fin, y ha llegado la hora de examinarla en su totalidad. ¿En qué medida he tenido éxito y en qué medida he fracasado? Desde edades tempranas me consideré dedicado a grandes y arduas tareas. Hace casi tres cuartos de siglo, caminando a solas en el Tiergarten berlinés, sobre la nieve que se derretía y bajo el frío y radiante sol de marzo, decidí que escribiría dos clases de libros: unos abstractos, que con el tiempo se volverían más concretos, y otros concretos, que poco a poco tenderían a lo abstracto. Los coronaría con una síntesis que combinara teoría pura con filosofía social práctica. Salvo la síntesis final, que todavía me es esquiva, he cumplido mi propósito y he escrito estos libros, que han recibido elogios y aprobación y han influido en la forma de pensar de muchos hombres y mujeres. En ese aspecto, he logrado mi propósito.
Pero, en contraposición, debo mencionar dos tipos de fracaso, uno exterior y otro interior.
Primero, el fracaso exterior: el Tiergarten berlinés es ahora un desierto; la Puerta de Branderburgo, que atravesé para entrar al parque aquella mañana de marzo, se ha convertido en frontera de dos imperios enemigos que se observan desafiantes por encima de una barrera y preparan lúgubremente la ruina de la humanidad. Comunistas, fascistas y nazis, sucesivamente, han desafiado todo lo que considero bueno, y para derrotarlos se ha perdido gran parte de lo que sus oponentes intentaban preservar. A la libertad se la considera debilidad, y a la tolerancia se la obligar a vestir el manto de la traición. Los viejos ideales se juzgan irrelevantes y ninguna doctrina carente de agresividad impone respeto.
El fracaso interior, aunque ninguna importancia tiene para el mundo, ha hecho de mi vida mental una batalla perpetua. Comencé creyendo con fe más o menos religiosa en un mundo platónico, eterno, en el que las matemáticas lucían una belleza semejante a los últimos Cantos del Paraíso, y al final llegué a la conclusión de que el mundo eterno es trivial y que las matemáticas son sólo el arte de decir la misma cosa con palabras diferentes. Empecé creyendo que el amor, libre y valiente, podía conquistar el mundo sin violencia, y terminé apoyando una guerra amarga y espantosa. En ese aspecto, he fracasado.
Pero bajo esta carga de fracaso sigo siendo consciente de algo que siento como una victoria. Puede que haya concebido equivocadamente la verdad teórica, pero no me equivoqué en pensar que existe tal verdad y que merece nuestra lealtad. Puede que haya creído que el camino hacia un mundo de hombres libres y felices era más corto de lo que se está revelando, pero no me equivoqué al pensar que ese mundo es posible, y que merece la pena vivir con miras a volverlo realidad. He vivido en pos de una ilusión, personal y social. Personal, por valorar lo que es noble, lo que es hermoso, lo que es bueno; por permitir que los instantes de lucidez impregnaran de sabiduría los momentos más mundanos. Social, por imaginar la sociedad que se ha de crear, en la que los individuos crezcan libremente y donde el odio, la codicia y la envidia desaparezcan porque nada hay para alimentarlos. Creo en todas estas cosas, y el mundo, con todos sus horrores, no me ha hecho cambiar de parecer.
Fuente: Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
*Hice ligeros cambios en el texto para mejorar la traducción.

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