Por Roberto Bolaño
Con
cualquier otra persona aquello se hubiera convertido en una velada de lo más
desagradable, pero quien hablaba era Jean-Claude Villeneuve, el más grande
modisto de Francia, es decir del mundo, y el tiempo se me fue volando mientras
oía una historia sucinta de su infancia y adolescencia, de su juventud, de sus
reservas en materia sexual, de sus experiencias con algunos hombres y con
algunas mujeres, de su inveterada soledad, de su mórbido deseo de no causar
daño a nadie que tal vez encubría el oculto deseo de que nadie le hiciese daño
a él, de sus gustos artísticos que admiré y envidié con toda mi alma, de su
inseguridad crónica, de sus disputas con algunos modistos famosos, de sus
primeros trabajos para una casa de alta costura, de sus viajes iniciáticos sobre
los que no quiso profundizar, de su amistad con tres de las mejores actrices
del cine europeo, de su relación con el par de seudoartistas de la morgue que
le conseguían de tanto en tanto cadáveres con los que pasaba sólo una noche, de
su fragilidad, de su fragilidad que se asemejaba a una demolición en cámara
lenta e infinita, hasta que por las cortinas de la sala principal se deslizaron
las primeras luces de la mañana y Villeneuve dio por concluida su larga
exposición.
Fuente:
Bolaño, R. (2001), Putas asesinas, Penguin Random House, Barcelona.
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