1522
Sevilla
…
Nadie los creía vivos, pero llegaron
anoche. Arrojaron el ancla y dispararon toda su artillería. No desembarcaron en
seguida ni se dejaron ver. Al amanecer aparecieron sobre las piedras del
muelle. Temblando y en andrajos, entraron en Sevilla con hachones encendidos en
las manos. La multitud abrió paso, atónita, a esta procesión de esperpentos
encabezada por Juan Sebastián de Elcano. Avanzaban tambaleándose, apoyándose
los unos en los otros, de iglesia en iglesia, pagando promesas, siempre
perseguidos por el gentío. Iban cantando.
Habían partido hace tres
años, río abajo, en cinco naves airosas que tomaron rumbo al oeste. Eran un
montón de hombres a la ventura, venidos de todas partes, que se habían dado
cita para buscar, juntos, el paso entre los océanos y la fortuna y la gloria. Eran
todos fugitivos; se hicieron a la mar huyendo de la pobreza, del amor, de la
cárcel o de la horca.
Los sobrevivientes
hablan, ahora, de tempestades, crímenes y maravillas. Han visto mares y tierras
que no tenían mapa ni nombre; han atravesado seis veces la zona donde el mundo
hierve, sin quemarse nunca. Al sur han encontrado nieve azul y en el cielo, cuatro
estrellas en cruz. Han visto al sol y a la luna andar al revés y a los peces
volar. Han escuchado hablar de mujeres que preña el viento y han conocido unos
pájaros negros, parecidos a los cuervos, que se precipitan en las fauces
abiertas de las ballenas y les devoran el corazón. En una isla muy remota,
cuentan, habitan personitas de medio metro de alto, que tienen orejas que les
llegan a los pies. Tan largas son las orejas que cuando se acuestan, una les sirve
de colchón y la otra de manta. Y cuentan que cuando los indios de las Molucas
vieron llegar a la playa las chalupas desprendidas de las naves, creyeron que
las chalupas eran hijitas de las naves, que las naves las parían y les daban de
mamar.
Los sobrevivientes
cuentan que en el sur del sur, donde se abren las tierras y se abrazan los
océanos, los indios encienden altas hogueras, día y noche, para no morirse de
frío. Esos son indios tan gigantes que nuestras cabezas, cuentan, apenas si les
llegaban a la cintura. Magallanes, el jefe de la expedición, atrapó a dos
poniéndoles unos grilletes de hierro como adorno de los tobillos y las muñecas;
pero después uno murió de escorbuto y el otro de calor.
Cuentan que no han tenido
más remedio que beber agua podrida, tapándose las narices, y que han comido aserrín,
cueros y carne de las ratas que venían a disputarles las últimas galletas
agusanadas. A los que se morían de hambre los arrojaban por la borda, y como no
había piedras para atarles, quedaban los cadáveres flotando sobre las aguas:
los europeos, cara al cielo, y los indios boca abajo. Cuando llegaron a las
Molucas, un marinero cambió a los indios seis aves por un naipe, el rey de
oros, pero no pudo probar bocado de tan hinchadas que tenía las encías.
Ellos han visto llorar a
Magallanes. Han visto lágrimas en los ojos del duro navegante portugués
Fernando de Magallanes, cuando las naves entraron en el océano jamás atravesado
por ningún europeo. Y han sabido de las furias terribles de Magallanes, cuando
hizo decapitar y descuartizar a dos capitanes sublevados y abandonó en el
desierto a otros alzados. Magallanes es ahora un trofeo de carroña en manos de
los indígenas de las Filipinas que le clavaron en la pierna una flecha
envenenada.
Imagen tomada de https://bit.ly/2VfJo8E
De los doscientos treinta
y siete marineros y soldados que salieron de Sevilla hace tres años, han
regresado dieciocho. Llegaron en una sola nave quejumbrosa, que tiene la quilla
carcomida y hace agua por los cuatro costados.
Los sobrevivientes. Estos
muertos de hambre que acaban de dar la vuelta al mundo por primera vez.
Fuente: Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos,
Siglo XXI, México, D.F.
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