De Ann Arbor fui a Chicago, donde me alojé
con un eminente ginecólogo y su familia. Este ginecólogo había escrito un libro
sobre enfermedades de la mujer, que contenía un frontispicio del útero, a todo
color. Me regaló ese libro, pero yo lo encontraba un poco embarazoso y terminé
por regalárselo a un médico amigo. En teología, era librepensador, pero en
cuanto a la moral era un frígido puritano. Era obviamente hombre de muy
intensas pasiones sexuales, y su semblante mostraba los estragos del esfuerzo
para dominarse. Su esposa era una vieja encantadora, bastante astuta dentro de
sus limitaciones, pero que sometía a prueba a la generación más joven. Tenían
cuatro hijas y un hijo, pero a éste, que murió poco después de la guerra, no
llegué a conocerle. Una de las hijas fue a Oxford para estudiar griego bajo la
dirección de Gilbert Murray, mientras yo vivía en Bagley Wood, y trajo una
carta de presentación para Alys y para mí de su profesor de literatura inglesa
en Bryan Mawr. Solamente vi a la muchacha unas cuantas veces en Oxford, pero la
encontré muy interesante y deseé conocerla mejor. Cuando preparaba mi marcha a
Chicago, me escribió para invitarme a alojarme en casa de sus padres. Salió a
recibirme a la estación, y en seguida me encontré más a gusto con ella que con
ninguna de las personas que había conocido en América. Descubrí
que escribía una poesía bastante buena y que su sensibilidad literaria era
notable e insólita. Pasé dos noches bajo el techo de sus padres, y la segunda
la pasé con ella. Sus tres hermanas montaron la guardia para avisarnos si
alguno de sus padres se acercaba. Era una mujer deliciosa, no bella en un
sentido convencional, pero apasionada, poética y extraña. Había tenido una
pubertad solitaria y desdichada, y parecía que yo podía darle lo que
necesitaba. Convinimos en que iría a Inglaterra tan pronto como fuese posible y
viviríamos juntos abiertamente. Y quizás nos casaríamos más adelante, si se
podía obtener el divorcio. Inmediatamente después de esto, regresé a
Inglaterra. En el barco escribía a Ottoline, contándole lo sucedido. Mi carta
se cruzó con otra suya, en la que me decía que deseaba que nuestras relaciones,
en lo sucesivo, fuesen puramente platónicas. Mis noticias y el hecho de que en
América me había curado la piorrea, hicieron que cambiase de opinión. Cuando se
lo proponía, Ottoline podía ser aún una amante tan deliciosa que renunciar a
ella parecía imposible, pero desde hacía mucho tiempo rara vez se había
mostrado en su mejor momento conmigo. Volvía a Inglaterra en junio, y hallé a
Ottoline en Londres. Adquirimos la costumbre de ir a pasar el día a Burnham
Beeches todos los martes. La última de estas excursiones la efectuamos el mismo
día en que Austria declaró la guerra a Serbia. Ottoline estuvo soberanamente
encantadora. Entretanto, la muchacha de Chicago había inducido a su padre,
ignorante de lo ocurrido, a que la trajese a Europa. Embarcaron el 3 de agosto.
Cuando llegaron, yo no podía pensar en nada que no fuese la guerra, y, como
había resuelto manifestarme públicamente contra ella, no quería complicar mi
situación con un escándalo privado, que habría inutilizado cuanto pudiera
decir. Por consiguiente, juzgué imposible llevar a efecto lo que habíamos
proyectado. Ella se quedó en Inglaterra y tuvimos relaciones íntimas de vez en
cuando, pero el choque de la guerra mató mi pasión por ella y le destrocé el
corazón. Finalmente, cayó víctima de una extraña enfermedad, que primero la
paralizó y luego la privó de la razón. En su demencia, contó a
su padre cuanto había sucedido. La última vez que la vi fue en 1924. A la
sazón, la parálisis le impedía andar, pero estaba disfrutando de un intervalo
lúcido. Cuando hablé con ella, sin embargo, pude percibir tenebrosos e insanos
pensamientos agazapados en el fondo. Tengo entendido que, desde entonces, no
tuvo ningún momento de lucidez. Antes que la asaltase la locura, poseía una
mente singular y una disposición tan gentil como inusitada. Si no se hubiera
interpuesto la guerra, el proyecto que elaboramos en Chicago podría habernos
procurado una gran felicidad a ambos. Todavía siento la pesadumbre de aquella
tragedia.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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