Durante la Cuaresma de 1901 [Alys y yo] nos unimos a
los Whitehead para alquilar la casa del profesor Maitland en Downing College.
El profesor Maitland había tenido que trasladarse a Madeira por motivos de
salud. Su ama de llaves nos informó que se había «secado a fuerza de comer
tostadas», pero me figuro que no sería éste el diagnóstico médico. La esposa de
Whitehead se estaba convirtiendo en una inválida y solía padecer intensos
dolores a causa de una dolencia cardíaca. Tanto Whitehead como Alys y yo
vivíamos llenos de ansiedad respecto de ella. Whitehead no sólo amaba
entrañablemente a su esposa, sino que dependía de ella en gran medida, y
parecía dudoso que volviera a realizar una buena labor nunca más si ella moría.
Un día llegó Gilbert Murray a Newnham para leer parte de su traducción del Hipólito, entonces inédita. Alys y yo
fuimos a escucharle, y me conmovió profundamente la belleza de la poesía. A
nuestro regreso hallamos a la esposa de Whitehead presa de un ataque
insólitamente severo. Parecía aislada de todo y de todos por muros de dolorosa
agonía; el sentido de la soledad de cada alma humana me abrumó repentinamente.
Desde mi matrimonio, mi vida emocional había sido sosegada y superficial. Había
olvidado todos los problemas más profundos y me había contentado con una
inteligencia ligera y superficial. De pronto, la tierra parecía hundirse bajo
mis pies, y me hallé en una esfera completamente distinta. En el curso de cinco
minutos cruzaron por mi cerebro reflexiones como las siguientes: la soledad del
alma humana es insoportable; nada puede penetrarla, excepto esa excelsa
intensidad de la suerte de amor que han predicado los maestros religiosos; todo
lo que no brote de este motivo es pernicioso o, por lo menos, inútil; se
concluye de ello que la guerra es un error, que la educación de un internado es
abominable, que el uso de la fuerza debe ser desaprobado y que en las
relaciones humanas debe penetrarse hasta el meollo de la soledad de cada
persona y dirigirse a él. El hijo menor de los Whitehead, de tres años de edad,
estaba en la habitación. No me había fijado antes en él, ni él en mí. Había que
impedir que turbase a su madre en medio de sus paroxismos de dolor. Le tomé de
la mano para llevármelo. Se vino conmigo de buena gana, se sentía a gusto
conmigo. Desde aquel día hasta su muerte, ocurrida durante la guerra en 1918,
fuimos íntimos amigos.
Al término de aquellos
cinco minutos me había convertido en una persona completamente diferente.
Durante algún tiempo me poseyó una especie de iluminación mística. Tenía la
impresión de conocer los pensamientos más íntimos de todo aquel con quien me
encontraba en la calle, y, aunque sin duda se trataba de una ilusión, me sentía
realmente en más estrecho contacto que antes con todos mis amigos y muchos de
mis conocidos. Habiendo sido imperialista, en aquellos cinco minutos me
convertí en probóer y pacifista. Habiéndome preocupado durante años
exclusivamente la exactitud y el análisis, me sentí rebosante de sentimientos
semimísticos respecto de la belleza, profundamente interesado por los niños y
con un deseo casi tan hondo como el de Buda de hallar alguna filosofía que
hiciese soportable la vida humana. Me poseía una extraña agitación, que
contenía un agudo dolor, pero también cierto elemento de triunfo, en virtud del
hecho de que podía dominar el dolor y hacer de ello, según pensaba, una puerta
de acceso a la sabiduría. La penetración mística que me imaginaba poseer se ha
desvaído grandemente, y el hábito de análisis se ha reafirmado. Pero algo de lo
que creí ver en aquel momento ha permanecido siempre conmigo, determinando mi
actitud durante la primera guerra mundial, mi interés por los niños, mi
indiferencia por las desdichas de menos monta y cierto tono emocional en todas
mis relaciones humanas.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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