Leyendo a Noam Chomsky aprendí que a Estados
Unidos le da pavor la posibilidad de que se desarrollen los países dominados, y
que ese miedo explica su campaña de terror contra países como Cuba o Vietnam. Que
la Guerra Fría no fue tanto un enfrentamiento entre dos imperios, sino un
mecanismo a través del cual los imperios controlaban a sus satélites. Que la Unión
Soviética no fue socialista, porque socialismo significa que sean los
trabajadores quienes tomen las decisiones importantes con respecto a su
trabajo. Que «liberalismo» y «capitalismo» no son sinónimos, porque el liberalismo
clásico, en esencia, se opone al individualismo posesivo. Que el anarquismo y
el Estado del bienestar no se excluyen entre sí, porque el desarrollo industrial
del Estado puede ser el paso previo para una futura reconstrucción social
radical. Leyendo a Chomsky aprendí también que los intelectuales no son ángeles,
sino individuos que a menudo trabajan justificando los crímenes de los poderosos,
y que suele ser la clase más culta la que consume sus ficciones. Que lo que
llamamos democracia en realidad debería llamarse plutocracia, porque el 70 por 100
más pobre de la población no tiene influencia política. Y que, a pesar de todo,
los ciudadanos podemos juntarnos y organizarnos en busca de alternativas, porque
«nadie sabe lo bastante para predecir lo que la voluntad humana puede lograr».
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