Por Bertrand Russell
La cuestión es: Si Buda y Nietzsche
fueran enfrentados, ¿podría alguno de ellos esgrimir algún argumento que
debiese apelar al oyente imparcial? No me refiero a argumentos políticos.
Podemos imaginárnoslos apareciendo ante el Todopoderoso como en el primer
capítulo del libro de Job, y ofreciendo consejo respecto a la clase de mundo
que Él debía crear. ¿Qué podrían decir?
Buda iniciaría su
exposición hablando de leprosos, proscritos y miserables; del pobre, luchando
con los miembros enfermos y apenas malviviendo con la alimentación escasa; de
los heridos en las batallas, muriendo con una agonía lenta; de los huérfanos
maltratados por los crueles tutores, e incluso de los más afortunados,
obsesionados con el pensamiento de la decadencia y de la muerte. Para todo este
cargamento de penas, diría, tiene que encontrarse un camino de salvación, y
esta salvación sólo puede venir por el amor.
Nietzsche, a quien sólo
el Omnipotente podría impedir que interrumpiera, prorrumpiría cuando le llegara
el turno: «Por Dios, hombre, debías aprender a tener más fibra. ¿Qué es eso de
lloriquear porque la gente vulgar sufra? ¿O, para el caso es lo mismo, porque
los grandes hombres sufran? La gente vulgar sufre vulgarmente, los grandes
hombres sufren con grandeza, y los grandes sufrimientos no deben ser
lamentados, porque son nobles. Tu ideal es puramente negativo: la ausencia de
dolor, cosa que puede asegurarse con la inexistencia. Yo, por el contrario,
tengo ideales positivos: admiro a Alcibíades, a Federico el Grande, a Napoleón.
En beneficio de esos hombres cualquier dolor vale la pena. Apelo a Vos, Señor,
como al más grande de los artistas creadores, para que no permitáis que
Vuestros impulsos artísticos se dobleguen ante los refunfuños dominados por el
temor de este desgraciado psicópata»
Buda, que en las cortes
celestiales aprendió toda la historia posterior a su muerte y que ha dominado
la ciencia, deleitándose en el conocimiento y apenándose ante el uso a que lo
han destinado los hombres, replica con tranquila cortesía: «Estáis equivocado,
profesor Nietzsche, al pensar que mi ideal es puramente negativo. Ciertamente
incluye un elemento negativo, la ausencia de sufrimiento. Pero además de eso
contiene tanto como de positivo pueda hallarse en vuestra doctrina. Aunque no
siento ninguna especial admiración por Alcibíades y Napoléon, también tengo mis
héroes: mi sucesor Jesús, porque dijo a los hombres que amaran a sus enemigos;
los hombres que han descubierto la forma de dominar las fuerzas de la
naturaleza y conseguir la comida con menos trabajo; los médicos que han
encontrado la forma de disminuir las enfermedades; los poetas, los artistas y
los músicos que han captado vislumbres de la Beatitud Divina. El amor, el
conocimiento y la complacencia en la belleza no son negaciones; son suficientes
para llenar las vidas de los hombres más grandes que hayan existido nunca».
«Es lo mismo –replica
Nietzsche–, vuestro mundo sería insípido. Deberías estudiar a Heráclito, cuyas
obras se conservan íntegras en la biblioteca celestial. Vuestro amor es
compasión, que brota del dolor; vuestra verdad, si sois honrado, es
desagradable, y sólo puede conocerse a través del sufrimiento, y en cuanto a la
belleza, ¿qué hay de más bello que un tigre, que debe su esplendor a su
fiereza? No, si el Señor se decidiera por vuestro mundo, temo que moriríamos
todos de aburrimiento».
«Vos podrías –replica Buda– porque amáis el dolor y vuestro amor a
la vida es una impostura. Pero los que aman realmente la vida tendrían una
felicidad que nadie puede gozar en el mundo tal como es».
Me disgusta Nietzsche
porque le gusta la contemplación del dolor, porque erige el desprecio en deber,
porque los hombres que más admira son conquistadores, cuya gloria estriba en la
habilidad para hacer que los hombres mueran. Pero creo que el argumento
decisivo contra su filosofía, como contra cualquier ética desagradable aunque
internamente coherente, radica no en una apelación a los hechos, sino en una
apelación a las emociones. Nietzsche desprecia el amor universal; yo veo en él
la fuerza motriz para todo lo que deseo respecto al mundo.
Fuente: Russell, B. (1946), Historia de la filosofía occidental,
Espasa, Madrid.
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