Aunque se tomen todas las precauciones,
los libros se manchan. Si los forras con plástico transparente, quedan a salvo
del polvo y el agua, pero siguen vulnerables a las lepismas, esos bichos con
antenas tan largas como su cuerpo que se cuelan por la rendija que forman la tapa
y la primera página, y se quedan a vivir allí hasta que la luz del día los
espanta. Las lepismas, si no han muerto, huyen, pero no se van las manchas que
son su herencia. Los libros también se manchan por causas poco previsibles. Un
mal día entró una paloma a mi cuarto de estudio desde la terraza, y aunque la
puerta permaneció abierta, no hallaba la salida. Luego de golpearse una y otra
vez contra el vidrio de la ventana, se posó en una de las estanterías. Al verme
se llenó de miedo y empezó a derramar heces por doquier. Yo también me llené de
miedo y quedé paralizado, hasta que un familiar vino en mi auxilio y la sacó («solo
tenías que abrir la ventana»). Al limpiar los estragos encontré que el excremento
había caído sobre todo en mi ejemplar del Ulises
de Joyce, y aunque lo limpié con sumo cuidado, quedó manchado para siempre. Me
consolé ojeando las sentencias que había subrayado en esa novela, sentencias trágicas
como «No sabemos nada excepto que vivió y sufrió.» o inquietantes como «Tres
agujeros todas las mujeres.». Las manchas no estropean los mejores libros.
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