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13/6/25

Tituba

Por Eduardo Galeano

En América de sur había sido cazada, allá en la infancia, y había sido vendida una vez y otra y otra, y de dueño en dueño había ido a parar a la villa de Salem, en América de norte.

Allí, en ese santuario puritano, la esclava Tituba servía en la casa del reverendo Samuel Parris.

Las hijas del reverendo la adoraban. Ellas soñaban despiertas cuando Tituba les contaba cuentos de aparecidos o les leía el futuro en una clara de huevo. Y en el invierno de 1692, cuando las niñas fueron poseídas por Satán y se revolcaron y chillaron, sólo Tituba pudo calmarlas, y las acarició y les susurró cuentos hasta que las durmió en su regazo.

Eso la condenó: era ella quien había metido el infierno en el virtuoso reino de los elegidos de Dios.

Y la maga cuentacuentos fue atada al cadalso, en plaza pública, y confesó.

La acusaron de cocinar pasteles con recetas diabólicas y la azotaron hasta que dijo que sí.

La acusaron de baila desnuda en los aquelarres y la azotaron hasta que dijo que sí.

La acusaron de dormir con Satán y la azotaron hasta que dijo que sí.

Y cuando le dijeron que sus cómplices eran dos viejas que jamás iban a la iglesia, la acusada se convirtió en acusadora y señaló con el dedo a ese par de endemoniadas y ya no fue azotada.

Y después otras acusadas acusaron.

Y la horca no paró de trabajar.

Fuente: Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.

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