Por Eduardo Galeano
Alguno
de sus muchos hermanos lo bautizó Garrincha, que es el nombre de un pajarito
inútil y feo. Cuando empezó a jugar al fútbol, los médicos le hicieron la cruz:
diagnosticaron que nunca llegaría a ser un deportista este anormal, este pobre
resto del hambre y de la poliomelitis, burro y cojo, con un cerebro infantil,
una columna vertebral hecha una S y las dos piernas torcidas para el mismo
lado.
Nunca hubo un puntero derecho como él. En
el Mundial del 58, fue el mejor en su puesto. En el Mundial del 62, el mejor
jugador del campeonato. Pero a lo largo de sus años en las canchas, Garrincha
fue más: él fue el hombre que dio más alegría en toda la historia del fútbol.
Cuando él estaba allí, el campo de juego
era un picadero de circo; la pelota, un bicho amaestrado; el partido, una
invitación a la fiesta. Garrincha no se dejaba sacar la pelota, niño
defendiendo su mascota, y la pelota y él cometían diabluras que mataban de risa
a la gente: él saltaba sobre ella, ella brincaba sobre él, ella se escondía, él
se escapaba, ella lo corría. En el camino, los rivales se chocaban entre sí, se
enredaban las piernas, se mareaban, caían sentados. Garrincha ejercía sus picardías
de malandra a la orilla de la cancha, sobre el borde derecho, lejos del centro:
criado en los suburbios, en los suburbios jugaba. Jugaba para un club llamado
Botafogo, que significa prendefuego, y ése era él: el botafogo que
encendía los estadios, loco por el aguardiente y por todo lo ardiente, el que
huía de las concentraciones, escapándose por la ventana, porque desde los
lejanos andurriales lo llamaba alguna pelota que pedía ser jugada, alguna
música que exigía ser bailada, alguna mujer que quería ser besada.
¿Un ganador? Un perdedor con buena suerte.
Y la buena suerte no dura. Bien dicen en Brasil que si la mierda tuviera valor,
los pobres nacerían sin culo.
Garrincha murió de su muerte: pobre,
borracho y solo.
Fuente:
Galeano, E. (1995), El fútbol a sol y sombra, Siglo Veintiuno, México, D.F.
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