A los veinte años dejé de creer en Dios y
de seguir las tradiciones católicas heredadas. A la misma edad empecé a creer
que otro mundo es posible, uno mucho mejor que el que nos ha tocado, aunque
nunca me involucré en el activismo político porque soy muy tímido y temeroso
para eso. Ahora, a los treinta, me doy cuenta que no fue coincidencia dejar la
religión y abrazar la política al mismo tiempo: fue reemplazar una fe por otra.
Es cierto que el paraíso cristiano (o musulmán) parece una superchería al lado
de la utopía social, pero la utopía queda tan lejos en el tiempo y en el
espacio que vivir añorándola no es muy distinto que desear otra vida después de
la muerte. El mundo cambia, pero no necesariamente mejora. A veces empeora,
como ahora mismo en Libia y Venezuela. Quizá la mayor parte del tiempo ni
mejora ni empeora. Y cuando mejora lo hace con desesperante lentitud en
relación a la vida humana tan breve. Un ejemplo estremecedor de la
incompatibilidad entre los ritmos de la historia y de la vida humana es el de
los guerrilleros latinoamericanos de la segunda mitad del siglo veinte, que
creyeron que el mundo mejor estaba a la vuelta de la esquina –sin ese optimismo
difícilmente se hubiesen alzado en armas– y terminaron a menudo asesinados o en
el exilio. (Y cuando triunfaron, como en Cuba y Nicaragua, lo que consiguieron
desde el gobierno quedó muy lejos de lo que soñaron en el llano. Aunque no
debemos olvidar que su fracaso se debe en buena medida a la espada
estadounidense que los puso contra la pared.) Así como no es razonable creer en
dioses, tampoco es razonable esperar que el mundo, a corto o mediano plazo,
vaya a ser mucho mejor de lo que es.
Y sin embargo la
esperanza siempre se cuela. Todavía creo que la reconstrucción social radical
es necesaria, posible y deseable, pero también creo que en una sociedad
industrial moderna –y el Tercer Mundo, a pesar de todo, se desarrolla en esa
dirección– las tentativas de cambio radical solo tienen éxito cuando un
segmento importante de la población se organiza para realizarlas. No es porque
sean quimeras que los cambios radicales no se pueden llevar adelante, sino
porque son pocos los ciudadanos que los anhelan. Tampoco debemos culpar a la
gente por su tibieza. Es natural su postura si tenemos en cuenta que el efecto
de la exposición de los individuos a los medios de comunicación dominantes y a
la educación tradicional es alejarlos del escenario en donde se toman las
decisiones. Nos vemos así abocados a abordar problemas inmediatos y a postergar
el cambio institucional para cuando las condiciones nos sean más favorables.
Eso es lo que hizo Bertrand Russell y eso es lo que hace todavía Noam Chomsky.
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