San Francisco de Asís (1181 o 1182-1226)
fue uno de los hombres más amables de la Historia. Procedía de una familia
hacendada y en su juventud le gustaron las diversiones corrientes. Pero un día,
cuando pasó cabalgando al lado de un leproso, un repentino impulso de compasión
le hizo bajar y besar al hombre. Poco después decidió desprenderse de todos los
bienes del mundo y dedicar su vida a la predicación y a las buenas obras. Su
padre, un respetable comerciante, se enfureció, pero no pudo detenerle. Pronto
tuvo grupos de partidarios, los cuales se entregaron a la pobreza completa. Al
principio la Iglesia miró el movimiento con cierta suspicacia; se parecía
demasiado a «los Hombres Pobres de Lyón». Los primeros misioneros que San
Francisco envió a remotos lugares fueron considerados como herejes, porque
practicaron la pobreza en vez de (como los frailes) sólo hacer los votos, que
nadie tomaba en serio. Pero Inocencio III era lo suficientemente astuto para
reconocer el valor del movimiento si se le podía detener en los límites de la
ortodoxia y en 1209 o 1210 dio su aprobación a la nueva orden. Gregorio IX,
amigo personal de San Francisco, continuó favoreciéndole, imponiéndole ciertas
reglas fastidiosas para el impulso entusiasta y anárquico del Santo. Francisco
deseaba interpretar el voto de la pobreza del modo más riguroso. Se opuso a que
sus seguidores tuvieran casas e iglesias. Tenían que mendigar su pan, y no
tenían más alojamiento que la hospitalidad que las circunstancias les
deparaban. En el año 1219 viajó al Oriente y predicó ante el sultán, que le
recibió cortésmente, pero siguió siendo mahometano. A su vuelta observó que los
franciscanos se habían construido una casa; quedó profundamente apenado, pero
el Papa le indujo o le obligó a ceder. Después de su muerte, Gregorio le
canonizó, pero suavizó su regla respeto al artículo de la pobreza.
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En cuanto a santidad,
Francisco ha tenido iguales; lo que le destaca como único entre los Santos es
su felicidad espontánea, su amor universal y sus dones como poeta. Su bondad se
revela siempre sin esfuerzo, como si no tuviera que vencer nada. Amaba todas
las cosas vivientes, no sólo como cristiano u hombre benévolo, sino como poeta.
Su himno al Sol, escrito poco antes de su muerte, casi podía haber sido escrito
por Akhnaton, el adorador del Sol, aunque no del todo; pues el cristianismo en
él influye aunque no muy claramente. Se sintió obligado hacia los leprosos, por
ellos, no por él. Distinto de los demás Santos cristianos, se interesó más por
la dicha de los demás que por su propia salvación. Jamás mostró ningún
sentimiento de superioridad, ni siquiera a los más humildes o peores. Tomás de
Celano dijo de él que era más que un Santo entre los Santos; lo era entre los
pecadores.
Si existe Satanás, el
porvenir de la orden fundada por San Francisco le habrá proporcionado la más
exquisita satisfacción. El sucesor inmediato del Santo como cabeza de la orden,
el hermano Elías, vivió en pleno lujo, y permitió abandonar completamente la
pobreza. La obra principal de los franciscanos en los años inmediatamente
posteriores a la muerte de su fundador fue reclutar soldados en las violentas y
sangrientas guerras entre los güelfos y gibelinos. La Inquisición, fundada
siete años después de su muerte, tenía en varios países a los franciscanos a la
cabeza. Una pequeña minoría, llamada los Espirituales, permaneció fiel a su enseñanza; muchos de ellos
fueron quemados por la Inquisición por herejía. Estos hombres sostenían que
Cristo y los Apóstoles no poseían bienes, y ni siquiera la ropa que llevaban
era la suya: esta opinión fue condenada como herética en 1323 por Juan XXII. El
resultado final de la vida de San Francisco fue crear una orden aún más rica y
corrompida, reforzar la jerarquía y facilitar la persecución de todos los que
se destacaban por seriedad moral o libertad de pensamiento. Teniendo en cuenta
sus propios fines y carácter, es imposible imaginar un resultado de ironía más
hiriente.
Fuente: Russell, B. (2010), Historia de la filosofía occidental,
Espasa, Madrid.
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