Por Ian Kershaw
La
guerra era lo único que le importaba a Hitler. Sin embargo, aislado en el
extraño mundo de la Guarida del Lobo, cada vez estaba más lejos de sus
realidades, tanto en el frente como en Alemania. La indiferencia descartaba
cualquier rastro de humanidad. Ni siquiera hacia los miembros de su séquito que
le habían acompañado durante tantos años sentía nada que se pareciese a un
afecto auténtico, y mucho menos a la amistad, el verdadero cariño estaba
reservado únicamente para su cachorro de pastor alemán. La vida humana y el
sufrimiento carecían de importancia para él. Nunca visitó un hospital de
campaña, ni a quienes perdieron sus hogares en los bombardeos. No presenció
ninguna matanza, ni se acercó a un campo de concentración, nunca vio un
campamento lleno de prisioneros de guerra famélicos. Para él, sus enemigos no
eran más que alimañas a las que había que aniquilar. Pero su profundo desprecio
por la existencia humana se extendía a su propio pueblo. Tomaba decisiones que
costaban la vida a decenas de miles de sus soldados sin tomar en consideración
alguna por el sufrimiento humano que pudieran causar, y quizá sólo le fuera
posible tomarlas de esa manera. Los cientos de miles de muertos y heridos no
eran más que una abstracción y el sufrimiento un sacrificio necesario y
justificado en la «lucha heroica» por la supervivencia del pueblo.
Fuente:
Kershaw, I. (2008), Hitler, Península, Barcelona.
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