Por Eduardo Galeano
Carlos
Marx y Federico Engels habían escrito el «Manifiesto comunista» a mediados del
siglo diecinueve. No lo habían escrito para interpretar el mundo, sino para
ayudar a cambiarlo. Un siglo después, un tercio de la humanidad vivía en sociedades
inspiradas por este panfleto de apenas veintitrés páginas.
El «Manifiesto» fue una certera profecía.
El capitalismo es un brujo incapaz de controlar las fuerzas que desata, dijeron
los autores, y en nuestros días puede comprobarlo, a simple vista, cualquiera
que tenga ojos en la cara.
Pero a los autores no se les pasó por la
cabeza que el brujo pudiera tener más vidas que un gato,
ni que las grandes fábricas pudieran
dispersar la mano de obra para reducir sus costos de producción y sus amenazas
de sublevación,
ni que las revoluciones sociales pudieran
ocurrir en las naciones que eran llamadas bárbaras, más frecuentemente
que en las llamadas civilizadas,
ni que la unidad de los proletarios de
todos los países pudiera resultar menos frecuente que su división,
ni que la dictadura del proletariado
pudiera ser el nombre artístico de la dictadura de la burocracia.
Y así, por lo que sí y por lo que no, el
«Manifiesto» confirmó la más profunda certeza de sus autores: la realidad es
más poderosa y asombrosa que sus intérpretes. Gris es la teoría y verde el
árbol de la vida, había dicho Goethe por boca del Diablo. Y Marx solía
advertir que él no era marxista, anticipándose así a quienes iban a convertir
el marxismo en ciencia infalible o religión indiscutible.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
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