Por Eduardo Galeano
En
1871, una revolución dejó a París, por segunda vez, en manos de los comuneros.
Charles Baudelaire comparó a la policía
con el dios Júpiter, y advirtió que el culto de la belleza desaparece cuando no
hay aristocracia.
Théophile Gautier dio testimonio:
–Las bestias malolientes, con sus
aullidos salvajes, nos invaden.
El efímero gobierno de la Comuna quemó la
guillotina, ocupó los cuarteles, separó la Iglesia del Estado, entregó a los
obreros las fábricas cerradas por los patrones, prohibió el trabajo nocturno y
estableció la enseñanza laica, gratuita y obligatoria.
–La enseñanza laica, gratuita y
obligatoria no hará más que aumentar el número de los imbéciles –profetizó
Gustave Flaubert.
Poco duró la Comuna. Dos meses y algo. Las
tropas que habían huido a Versalles volvieron al ataque y, tras varios días de
combate, arrasaron las barricadas obreras y fusilando celebraron la victoria.
Durante una semana fusilaron noche y día, ráfagas de ametralladoras que mataban
de a veinte en veinte. Entonces Flaubert aconsejó no tener compasión con los
perros rabiosos y como primer remedio recomendó acabar con el sufragio
universal, que es una vergüenza del espíritu humano.
También Anatole France celebró la
carnicería:
–Los comuneros son un comité de
asesinos, una partida de bribones. Por fin el gobierno del crimen y de la
demencia se está pudriendo ante los pelotones de fusilamiento.
Emile Zola anunció
–El pueblo de París calmará sus fiebres
y crecerá en sabiduría y esplendor.
Los vencedores erigieron la Basílica del
Sacré-Coeur, en la colina de Montmartre, para agradecer a Dios la victoria
concedida.
Mucho atrae a los turistas esa gran torta
de crema.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
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