Por Bertrand Russell
Igual que otros autores, me hacen sufrir las personas que piensan que un autor ha de hacerles su trabajo. Cazadores de autógrafos aparte, recibo una gran cantidad de cartas de gente que desea que les redacte la presentación adecuada para el Quién es quién, o me preguntan mi opinión sobre temas que he desarrollado extensamente por escrito.
Recibo
muchas cartas de hindúes, suplicándome que adopte alguna forma de misticismo;
de jóvenes norteamericanos, pidiéndome que les diga hasta dónde se debe llegar
con las caricias; y de polacos, instándome a que admita que si bien todos los
demás nacionalismos son malos, el de Polonia es absolutamente noble.
Recibo cartas de ingenieros que no pueden
entender a Einstein, y de curas que piensan que no puedo entender el Génesis;
de maridos cuyas mujeres los han abandonado, y no es que les importe (dicen),
pero ellas se han llevado los muebles, y en esas circunstancias, ¿qué ha de
hacer un hombre ilustrado?
Recibo cartas de judíos que me dicen que
Salomón no fue polígamo, y de católicos que afirman que Torquemada no fue un
perseguidor. Recibo cartas (de cuya autenticidad sospecho) tratando de que
defienda el aborto, y otras de jóvenes madres pidiendo mi opinión sobre el
biberón.
Fuente:
Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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