Por Mario Bunge
De
todos los consejeros, los más ridículos son los que pretenden planear en
detalle la vida de todo un pueblo. Entre ellos descuellan los teólogos
integristas y los utopistas sociales. Los primeros han pretendido regular las
vidas privadas sin tocar la sociedad, como si las virtudes y los pecados fueran
totalmente independientes de las circunstancias sociales. No hay costumbre tan
arraigada que no sea afectada por una revolución social, tal como la abolición
de la esclavitud o la emergencia de la producción en masa. Ni hay santo que
salga incólume de un campo de concentración ni delincuente que prospere en una
aldea.
En cambio, los utopistas sociales, tales
como Fourier, Owen y Saint-Simon, se propusieron cambar la sociedad de raíz arrancando
las causas de la injusticia social. Imaginaron sociedades perfectamente justas,
y al mismo tiempo tan perfectamente ordenadas y reglamentadas que hacían
imposibles tanto la iniciativa individual como la invención de nuevas
instituciones. Se explica: ninguno de esos pensadores se enteró de la única
lección que puede enseñar la historia, a saber, que todo cambia. Además,
ninguno de ellos tuvo la experiencia necesaria para afrontar problemas
prácticos (Robert Owen fue excepcional; era empresario industrial y fundó dos
comunas que funcionaron durante un tiempo: Lanark en Gran Bretaña y New Lanark
en los EE UU).
Aunque muy diferentes entre sí, tanto los
fanáticos religiosos como los utopistas sociales compartieron una
característica: pretendieron encuadrar bajo un régimen y en detalle las vidas
privadas. O sea, se propusieron eliminar la libertad individual: la libertad de
conciencia y de palabra, de elegir ocupación, residencia y esposo, de concebir
niños e ideas, de comer y de beber, etcétera. Todo estaba previsto
minuciosamente. En otras palabras, unos y otros fueron antiliberales.
Fuente:
Bunge, M. (2006), 100 ideas, Laetoli, Pamplona.
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