Por Gabriel García Márquez
Santa
Sofía de la Piedad abandonó lo que estaba haciendo en la cocina y corrió hacia
la puerta.
–Es el circo –gritó.
En vez de ir al castaño, el coronel
Aureliano Buendía fue también a la puerta de la calle y se mezcló con los
curiosos que contemplaban el desfile. Vio una mujer vestida de oro en el cogote
de un elefante. Vio un dromedario triste. Vio un oso vestido de holandesa que
marcaba el compás de la música con un cucharón y una cacerola. Vio los payasos
haciendo maromas en la cola del desfile, y le vio otra vez la cara a su soledad
miserable cuando todo acabó de pasar, y no quedó sino el luminoso espacio en la
calle, y el aire lleno de hormigas voladoras, y unos cuantos curiosos asomados
al precipicio de la incertidumbre. Entonces fue al castaño, pensando en el
circo, y mientras orinaba trató de seguir pensando en el circo, pero ya no
encontró el recuerdo. Metió la cabeza entre los hombros, como un pollito, y se
quedó inmóvil con la frente apoyada en el tronco del castaño. La familia no se
enteró hasta el día siguiente, a las once de la mañana, cuando Santa Sofía de
la Piedad fue a tirar la basura en el traspatio y le llamó la atención que
estuvieran bajando los gallinazos.
Fuente:
García Márquez, G. (1967), Cien años de soledad, Random House Mondadori, Buenos Aires.
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