Por Eduardo Galeano
Hace
dos mil seiscientos años, en la ciudad de Mileto, un sabio distraído llamado
Tales paseaba en las noches, y espiando estrellas solía caerse en algún pozo.
Tales, hombre curioso, pudo averiguar que
nada muere, que todo se transforma y que nada hay en el mundo que no esté vivo,
y que en el origen y en el fin de toda vida está el agua. No los dioses: el
agua. Los terremotos ocurren porque la mar se mueve y alborota la tierra, y no
por las rabietas de Poseidón. No es por gracia divina que el ojo ve, sino
porque el ojo refleja la realidad, como el río refleja los arbustos de las
orillas. Y los eclipses ocurren porque la luna tapa el sol, y no porque el sol
se esconda de las iras del Olimpo.
Tales, que en Egipto había aprendido a
pensar, predijo los eclipses sin error, sin error midió la distancia de los
barcos que venían de altamar, y supo calcular exactamente la altura de la
pirámide de Keops por la sombra que proyectaba. Se le atribuye el teorema más
famoso, y cuatro más, y hasta dicen que descubrió la electricidad.
Pero quizá su gran hazaña fue otra: vivir
como vivió, desnudo del abrigo de la religión, sin consuelos.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
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