Por Eduardo Galeano
Casi
tres siglos después del desembarco de Colón en América, el capitán James Cook
navegó los misteriosos mares del sur del oriente, clavó la bandera británica en
Australia y Nueva Zelanda, y abrió paso a la conquista de las infinitas islas
de la Oceanía.
Por su color blanco, los nativos creyeron
que esos navegantes eran muertos regresados al mundo de los vivos. Y por sus
actos, supieron que volvían para vengarse.
Y se repitió la historia.
Como en América, los recién llegados se
apoderaron de los campos fértiles y de las fuentes de agua y echaron al
desierto a quienes allí vivían.
Y los sometieron al trabajo forzado, como
en América, y les prohibieron la memoria y las costumbres.
Como en América, los misioneros cristianos
pulverizaron o quemaron las efigies de piedra o madera. Unas pocas se salvaron
y fueron enviadas a Europa, previa amputación de los penes, para dar testimonio
de la guerra contra la idolatría. El dios Rao, que ahora se exhibe en el
Louvre, llegó a Paris con una etiqueta que lo definía así: Ídolo de la
impureza, del vicio y de la pasión desvergonzada.
Como en América, pocos nativos
sobrevivieron. Los que no cayeron por extenuación o bala, fueron aniquilados
por pestes desconocidas, contra las cuales no tenían defensas.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
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