Por Eduardo Galeano
1506
Tenochtitlán
…
Moctezuma
ha vencido en Teuctepec.
En los adoratorios, arden los fuegos.
Resuenan los tambores. Uno tras otro, los prisioneros suben las gradas hacia la
piedra redonda del sacrificio. El sacerdote les clava en el pecho el puñal de
obsidiana, alza el corazón en el puño y lo muestra al sol que brota de los
volcanes azules.
¿A qué dios se ofrece la sangre? El sol la
exige, para nacer cada día y viajar de un horizonte al otro. Pero las
ostentosas ceremonias de la muerte también sirven a otro dios, que no aparece
en los códices ni en las canciones.
Si ese dios no reinara sobre el mundo, no
habría esclavos ni amos, ni vasallos, ni colonias. Los mercaderes aztecas no
podrían arrancar a los pueblos sometidos un diamante a cambio de un frijol, ni
una esmeralda por un grano de maíz, ni oro por golosinas, ni cacao por piedras.
Los cargadores no atravesarían la inmensidad del imperio en largas filas,
llevando a las espaldas toneladas de tributos. Las gentes del pueblo osarían
vestir túnicas de algodón y beberían chocolate y tendrían la audacia de lucir
prohibidas plumas de quetzal y pulseras de oro y magnolias y orquídeas
reservadas a los nobles. Caerían, entonces, las máscaras que ocultan los
rostros de los jefes guerreros, el pico de águila, las fauces de tigre, los
penachos de plumas que ondulan y brillan en el aire.
Están manchadas de sangre las escalinatas
del templo mayor y los cráneos se acumulan en el centro de la plaza. No
solamente para que se mueva el sol, no: también para que ese dios secreto
decida en lugar de los hombres. En homenaje al mismo dios, al otro lado de la
mar los inquisidores fríen a los herejes en las hogueras o los retuercen en las
cámaras de tormento. Es el Dios del Miedo. El Dios del Miedo, que tiene dientes
de rata y alas de buitre.
Fuente:
Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las máscaras, Siglo Veintiuno, Buenos
Aires.
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