Por Eduardo Galeano
En
las Américas, y también en Europa, la policía caza estereotipos, culpables del
delito de portación de cara. Cada sospechoso que no es blanco confirma la regla
escrita, con tinta invisible, en las profundidades de la conciencia colectiva:
el crimen es negro, o marrón, o por lo menos amarillo.
Esta demonización ignora la experiencia
histórica del mundo. Por no hablar más que de estos últimos cinco siglos,
habría que reconocer que no han sido para nada escasos los crímenes de color
blanco. Los blancos sumaban no más que la quinta parte de la población mundial,
en tiempos del Renacimiento, pero ya se decían portadores de la voluntad
divina. En nombre de Dios, exterminaron a qué sé yo cuántos millones de indios
en las Américas y arrancaron a quién sabe cuántos millones de negros del
África. Blancos fueron los reyes, los vampiros de indios y los traficantes
negreros que fundaron la esclavitud hereditaria en América y en África, para
que los hijos de los esclavos nacieran esclavos en las minas y en las
plantaciones. Blancos fueron los autores de los incontables actos de barbarie
que la Civilización cometió, en los siglos siguientes, para imponer, a sangre y
fuego, su blanco poder imperial sobre los cuatro puntos cardinales del globo. Blancos
fueron los jefes de estado y los jefes guerreros que organizaron y ejecutaron,
con ayuda de los japoneses, las dos guerras mundiales que en el siglo veinte
mataron a sesenta y cuatro millones de personas, en su mayoría civiles; y
blancos fueron los que planificaron el holocausto de los judíos, que también
incluyó a rojos, gitanos y homosexuales, en los campos nazis de exterminio.
Fuente:
Galeano, E. (1998), Patas arriba, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.
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