Por Bertrand Russell
En
mi opinión, deberíamos predicar, en la medida de lo posible, nuestra actitud
sobre temas religiosos, que no es la misma que la de cualquiera de los
conocidos oponentes del cristianismo. Está la tradición volteriana, que se
burla de todo ello desde el punto de vista del sentido común, semihistórico,
semiliterario. Esto, desde luego, es irremediablemente inadecuado, porque sólo
se apodera de los accidentes y excrecencias de los sistemas históricos. Luego,
está la actitud científica, la actitud Darwin-Huxley, que me parece
perfectamente verdadera, y totalmente fatal, si se lleva adelante en forma
adecuada, para todos los argumentos usuales de la religión. Pero es demasiado
externa, demasiado fríamente crítica, demasiado remota de toda emoción; además,
no puede llegar a la raíz de la cuestión sin ayuda de la filosofía. Están
después los filósofos, como Bradley, que conservan una sombra de religión,
demasiado escasa para ser reconfortante, pero suficiente para arruinar
intelectualmente sus sistemas. Pero lo que tenemos que hacer, y lo que
privadamente hacemos, es tratar el instinto religioso con profundo respeto,
pero insistiendo en que no hay un jirón o partícula de verdad en ninguna de las
metafísicas que ha sugerido, paliando esto mediante el intento de hacer
resaltar la belleza del mundo y de la vida, en tanto que existan, y, sobre
todo, insistiendo en preservar la seriedad de la actitud religiosa y su hábito
de formular preguntas definitivas. Y, si una vida buena es lo mejor que
conocemos, la pérdida de la religión da nuevo vuelo al valor y a la fortaleza,
y así puede hacer de una vida buena algo mejor que cualquier otra actitud, pues
la religión sólo procuraba una droga en la desgracia.
Y, con frecuencia, pienso que la religión,
como el sol, ha extinguido las estrellas de menos brillo, pero no de menos
belleza, que lucen sobre nosotros en las tinieblas de un universo sin Dios.
Estoy convencido de que el esplendor de la vida humana es mayor para aquellos
que no estén deslumbrados por la radiación divina. Y la camaradería humana
parece hacerse más íntima y más tierna mediante la impresión de que todos somos
desterrados en una playa inhóspita.
Fuente:
Russell, B. (2010), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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