El día no comienza a media noche sino cuando
abro los ojos y siento la erección. (El sueño no cuenta porque estar dormido es
estar un poco muerto.) A la sensación del pene rozando la sábana solo hay que
agregarle una escena de fantasía, una mujer de anuncio por ejemplo, para que el
deseo me inunde y me vea obligado a agitar mi sexo hasta desinflarlo. Sobreviene
entonces un cansancio bueno que invita al adormilamiento, pero lo cierto es que
el día ha comenzado y hay que levantarse a trabajar. El monstruo tampoco descansa
y a eso de las dos de la tarde tiene energía suficiente para volver a elevarse
y pedirme que lo agite hasta vaciarlo. No es extraño que por la noche deba
repetir el procedimiento. Me pregunto hasta cuándo estaré sometido a esta
rutina. Me pregunto si la energía de mi monstruo es la del hombre promedio, o
mayor, o menor. Si es menor, me pregunto cómo pueden esos hombres mirar a las
mujeres a los ojos. Si es mayor, ¿tiene alguna relación con el hecho de tener
un gran pene, más largo y más ancho que el de la mayoría? Cuántos años debo
esperar para pasar una jornada entera –o una semana o un mes– sin manosearme. Cuánto
falta para el día de mi independencia, para que seque mi semilla (a estas
alturas sé que no la voy a utilizar). Que seque de una vez y acabe mi ansiedad
por los cuerpos curvos y la ropa ceñida, esta avidez que me tiene buceando por sórdidas
páginas donde hombres rudos cuentan sus experiencias con mujeres de alquiler.
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