Salí de la cárcel en septiembre de 1918,
cuando ya era evidente que la guerra finalizaba. Durante las últimas semanas,
al igual que la mayoría de la gente, deposité mis esperanzas en Woodrow Wilson.
El final de la guerra fue tan rápido y dramático que nadie tuvo tiempo de
adaptar sus sentimientos a la nueva situación. La mañana del 11 de noviembre me
enteré, pocas horas antes de que fuese del dominio público, que el Armisticio
era inminente. Salí a la calle y se lo dije a un soldado belga, que me contestó:
«Tiens, c'est chic!» Fui al estanco y
se lo dije a la mujer que me servía. «Me alegra oírlo –dijo–, así ahora
podremos librarnos de los alemanes internados.» A las once, cuando se anunció
el Armisticio, yo me encontraba en Tottenham Court Road. En dos minutos todo el
mundo que estaba en las tiendas y oficinas salió a la calle. Requisaron los
autobuses y los obligaron a ir donde querían. Vi cómo un hombre y una mujer que
se cruzaban en medio de la calle, totalmente extraños, se besaban al pasar.
Ya entrada la noche me
quedé solo en las calles observando el humor de la muchedumbre, tal como había
hecho un agosto cuatro años atrás. La multitud seguía siendo frívola, no había
aprendido nada de este período de horror excepto aferrar un poco de placer con
mayor desenfreno que antes. Me sentí extrañamente solitario en medio del
regocijo general, como un fantasma caído por accidente desde otro planeta. Es
verdad que yo también me alegraba, pero no sentía nada en común entre mi
alegría y la de la muchedumbre. Toda mi vida he deseado sentir esa unión con
una gran masa de seres humanos que experimentan los integrantes de multitudes
entusiastas. A menudo, este deseo ha sido tan fuerte que me ha llevado a la
decepción personal. Me he imaginado sucesivamente como liberal, socialista y
pacifista, pero, en el sentido más profundo, jamás he sido nada de esto:
siempre el intelecto escéptico, cuando más deseaba su silencio, me ha susurrado
la duda, me ha arrancado del fácil entusiasmo de los otros y me ha transportado
a una soledad desoladora. Durante la guerra, mientras trabajaba con cuáqueros,
no-resistentes, socialistas, mientras estaba dispuesto a aceptar la
impopularidad y la incomodidad propias de compartir opiniones impopulares, les
decía a los cuáqueros que en mi opinión muchas guerras a lo largo de la
historia se justificaban, y a los socialistas que le tenía terror a la tiranía
del Estado. Me miraban con recelo, y aunque continuaban aceptando mi ayuda
sentían que yo no era uno de ellos. Detrás de todas las actividades o placeres
que he sentido desde mi primera juventud, siempre ha estado al acecho el dolor
de la soledad. He escapado de él casi por completo en los momentos del amor,
pero incluso entonces, pensándolo bien, me doy cuenta de que esta huida ha sido
en parte una ilusión. No he conocido mujer alguna para quien la llamada del
intelecto haya sido tan absoluta como lo es para mí, y cuando intervenía el
intelecto, descubría que faltaba la comprensión y el cariño que busco en el
amor. Aquello que Spinoza llama «el amor intelectual a Dios» ha sido para mí el
mejor motivo para vivir, aunque no he tenido siquiera el dios vagamente
abstracto –que Spinoza se permitía– a quien dedicar mi amor intelectual. He
amado a un fantasma, y al hacerlo mi ser más profundo se ha vuelto espectral.
Por lo tanto lo he ido enterrando más y más hondo, bajo capas de jovialidad,
afecto y alegría de vivir. Pero mis sentimientos más profundos han permanecido
siempre solitarios y no han encontrado compañía en las cosas humanas. El mar,
las estrellas, el viento nocturno en parajes desolados, significan más para mí
que los seres humanos que más quiero, y soy consciente de que para mí, en el
fondo, el afecto humano es un intento de escapar de la vana búsqueda de Dios.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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