1891
Santiago de Chile
…
José Manuel Balmaceda quiso impulsar la
industria nacional, vivir y vestirnos por nosotros mismos, presintiendo
que la era del salitre pasaría sin dejar a Chile más que el remordimiento.
Quiso aplicar estímulos y protecciones semejantes a las que habían practicado,
en su infancia industrial, Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania. Alzó
los salarios de los trabajadores y sembró de escuelas públicas el país. Dio al
largo cuerpo de Chile una columna vertebral de vías y caminos. En sus años de
presidencia, el sagrado capital británico corrió grave riesgo de profanación:
Balmaceda quiso nacionalizar los ferrocarriles y quiso acabar con la usura de
los bancos y la voracidad de las empresas salitreras.
Mucho quiso Balmaceda, y
bastante pudo; pero más pudo el enorme presupuesto que John Thomas North
destina a comprar conciencias y torcer justicias. La prensa desató sus truenos
contra el César ebrio de poder, déspota enemigo de la libertad y hostil a
las empresas extranjeras, y no menos fuerte resonó el clamor de los obispos y
los parlamentarios. La sublevación militar estalló como un eco y entonces corrió
sangre de pueblo.
The South American
Journal anuncia el triunfo del golpe de Estado: Chile volverá a los
buenos tiempos de antes. El banquero Eduardo Matte también lo celebra: Los
dueños de Chile somos nosotros, los dueños del capital y del suelo. Lo demás es
masa influenciable y vendible.
Balmaceda se mata de un
balazo.
Fuente: Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las
máscaras, Siglo Veintiuno, Buenos Aires.
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