Por Ian Kershaw
Las
cotas sin precedentes de crueldad que alcanzó el régimen nazi pudieron contar
con la amplia complicidad de todos los sectores de la sociedad. Pero el nombre
de Hitler representa siempre, justificadamente, el del principal instigador del
desmoronamiento más profundo de la civilización en los tiempos modernos. La
forma de gobierno extremadamente personalista que se permitió asumir y ejercer
a un demagogo de cervecería sin formación, un fanático racista, un narcisista
megalómano que se autoproclamó salvador nacional, en un país moderno,
económicamente avanzado y culto, famoso por sus filósofos y por sus poetas, fue
absolutamente decisiva para el desarrollo de los terribles acontecimientos que
se produjeron en aquellos doce fatídicos años.
Hitler fue el principal responsable de una
guerra que dejó más de cincuenta millones de muertos y a otros muchos millones
de personas llorando a sus seres queridos y tratando de rehacer sus vidas
destrozadas. Hitler fue el principal inspirador de un genocidio como nunca
antes había conocido el mundo y que en el futuro se verá, justamente, como un
episodio definitorio del siglo XX. El Reich cuya gloria había tratado de buscar
terminó al final en ruinas, con sus restos divididos entre las potencias victoriosas
y ocupantes. El acérrimo enemigo, el bolchevismo, se instaló en la propia
capital del Reich y dominó más de media Europa. Incluso el pueblo alemán, cuya
supervivencia había dicho que era la razón misma de su lucha política, había
llegado a ser algo prescindible.
Al final, el pueblo alemán, que Hitler
estaba dispuesto a ver condenado con él, demostró ser capaz de sobrevivir
incluso a Hitler. Pero aunque se reconstruyeran las vidas destruidas y los
hogares destruidos en ciudades y pueblos destruidos, la profunda impronta moral
de Hitler persistiría. No obstante, poco a poco fue surgiendo de las ruinas de
la vieja sociedad una sociedad nueva basada, afortunadamente, en nuevos
valores. Porque en medio de la vorágine de destrucción, el régimen de Hitler
también había demostrado de manera concluyente el absoluto fracaso de las
ambiciones de poder mundial hipernacionalistas y racistas (y de las estructuras
sociales y políticas que las sustentaban), que habían imperado en Alemania
durante el medio siglo anterior y que habían conducido por dos veces a Europa y
al resto del mundo a una guerra desastrosa.
La vieja Alemania había desparecido con
Hitler. La Alemania que había producido a Hitler y que había visto su futuro en
la visión de éste, que se había mostrado tan dispuesta a servirle y que había
compartido su hibris, también tenía que compartir su némesis.
Fuente:
Kershaw, I. (2008), Hitler, Península, Barcelona.
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