Por Eduardo Galeano
Cuando
tenía seis años, en 1725, un navío negrero la trajo del África, y en Río de
Janeiro fue vendida.
Cuando tenía catorce, el amo le abrió las
piernas y le enseñó un oficio.
Cuando tenía quince, fue comprada por una
familia de Ouro Preto, que desde entonces alquiló su cuerpo a los mineros del
oro.
Cuando tenía treinta, esa familia la
vendió a un sacerdote, que con ella practicaba sus métodos de exorcismo y otros
ejercicios nocturnos.
Cuando tenía treinta y dos, uno de los
demonios que le habitaban el cuerpo fumó por su pipa y aulló por su boca y la
revolcó por los suelos. Y ella fuera por eso condenada a cien azotes en la
plaza de la ciudad de Mariana, y el castigo le dejó un brazo paralizado para
siempre.
Cuando tenía treinta y cinco, ayunó y rezó
y mortificó su carne con cilicio, y la mamá de la Virgen María le enseñó a
leer. Según dicen, Rosa María Egipcíaca de Vera Cruz fue la primera negra
alfabetizada en Brasil.
Cuando tenía treinta y siete, fundó un
asilo para esclavas abandonadas y putas en desuso, que ella financiaba
vendiendo bizcochos amasados con su saliva, infalible remedio contra cualquier
enfermedad.
Cuando tenía cuarenta, numerosos fieles
asistían a sus trances, donde ella bailaba al ritmo de un coro de ángeles,
envuelta en humo de tabaco, y el Niño Jesús mamaba de sus pechos.
Cuando tenía cuarenta y dos, fue acusada
de brujería y encerrada en la cárcel de Río de Janeiro.
Cuando tenía cuarenta y tres, los teólogos
confirmaron que era bruja porque pudo soportar sin una queja, durante largo
rato, una vela encendida bajo la lengua.
Cuando tenía cuarenta y cuatro, fue
enviada a Lisboa, a la cárcel de la Santa Inquisición. Entró en las cámaras de
tormento, para ser interrogada, y nunca más se supo.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
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