Por Eduardo Galeano
A
los veintipocos años, los vigilantes de la moral pública, los Oficiales de la
Noche, arrancaron a Leonardo del taller del maestro Verrocchio y lo arrojaron a
una celda. Dos meses estuvo allí, sin dormir, sin respirar, aterrorizado por la
amenaza de la hoguera. La homosexualidad se pagaba con fuego, y una denuncia
anónima lo había acusado de cometer sodomía en la persona de Jacopo
Saltrelli.
Fue absuelto, por falta de pruebas, y
volvió a la vida.
Y pintó obras maestras, casi todas
inconclusas, que en la historia del arte inauguraron el esfumado y el
claroscuro;
escribió fábulas, leyendas y recetas de
cocina;
dibujó a la perfección, por primera vez,
los órganos humanos, estudiando anatomía en los cadáveres;
confirmó que el mundo giraba;
inventó el helicóptero, el avión, la
bicicleta, el submarino, el paracaídas, la ametralladora, la granada, el
mortero, el tanque, la grúa móvil, la excavadora flotante, la máquina de hacer
espaguetis, el rallador de pan...
y los domingos compraba pájaros en el
mercado y les abría las jaulas.
Quienes lo conocieron dijeron que jamás
abrazó a una mujer, pero de su mano nació el retrato más famoso de todos los
tiempos. Y fue un retrato de mujer.
Fuente:
Galeano, E. (2008), Espejos, Siglo XXI, Buenos Aires.
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