Por
Gabriel García Márquez
Sólo
faltaba entonces la enumeración minuciosa de los bienes morales. Haciendo un
esfuerzo supremo –el mismo que hicieron sus antepasados antes de morir para
asegurar el predominio de su especie– la Mamá Grande se irguió sobre sus nalgas
monumentales, y con voz dominante y sincera, abandonada a su memoria, dictó al
notario la lista de su patrimonio invisible:
La riqueza del subsuelo, las aguas
territoriales, los colores de la bandera, la soberanía nacional, los partidos
tradicionales, los derechos del hombre, las libertades ciudadanas, el primer
magistrado, la segunda instancia, el tercer debate, las cartas de
recomendación, las constancias históricas, las elecciones libres, las reinas de
la belleza, los discursos trascendentales, las grandiosas manifestaciones, las
distinguidas señoritas, los correctos caballeros, los pundonorosos militares,
su señoría ilustrísima, la corte suprema de justicia, los artículos de
prohibida importación, las damas liberales, el problema de la carne, la pureza
del lenguaje, los ejemplos para el mundo, el orden jurídico, la prensa libre
pero responsable, la Atenas sudamericana, la opinión pública, las elecciones
democráticas, la moral cristiana, la escasez de divisas, el derecho de asilo,
el peligro comunista, la nave del Estado, la carestía de la vida, las
tradiciones republicanas, las clases desfavorecidas, los mensajes de adhesión.
No alcanzó a terminar. La laboriosa
enumeración tronchó su último vahaje. Ahogándose en el mare mágnum de fórmulas
abstractas que durante dos siglos constituyeron la justificación moral del
poderío de la familia, la Mamá Grande emitió un sonoro eructo y expiró.
Fuente:
García Márquez, G. (1962), Todos los cuentos, Debolsillo, Buenos Aires.