Por Gabriel García Márquez
Había
cumplido sesenta y cuatro años en el julio anterior y era un Leo perfecto:
tenaz, decidido e imprevisible. "Lo que piensa Allende sólo lo sabe
Allende", me había dicho uno de sus ministros. Amaba la vida, amaba las
flores y los perros, y era de una galantería un poco a la antigua con esquelas
perfumadas y encuentro furtivos. Su virtud mayor fue la consecuencia, pero el
destino le deparó la rara y trágica grandeza de morir defendiendo a bala el
mamarracho anacrónico del derecho burgués, defendiendo una Corte Suprema de
Justicia que lo había repudiado y había de legitimar a sus asesinos,
defendiendo un Congreso miserable que lo había declarado ilegítimo pero que
había de sucumbir complacido ante la voluntad de los usurpadores, defendiendo
la libertad de los partidos de oposición que habían vendido su alma al
fascismo, defendiendo toda la parafernalia apolillada de un sistema de mierda
que él se había propuesto desmantelar sin disparar un tiro. El drama ocurrió en
Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que
nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo y que se quedó en
nuestras vidas para siempre.
Fuente:
García Márquez, G. (1992), Por la libre, Norma, Bogotá.
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