Wittgenstein era austríaco, y su padre
inmensamente rico; quería ser ingeniero y por eso se había marchado a
Manchester. Allí, a raíz de sus estudios, se interesó en los principios de las
matemáticas y averiguó quién se dedicaba a dicho tema. Alguien mencionó mi
nombre y Wittgenstein se instaló en Trinity. Tal vez él haya sido el ejemplo
más perfecto que jamás he conocido del genio tal como uno se lo imagina
tradicionalmente: apasionado, profundo, intenso y dominante. Tenía una especie
de pureza que no he encontrado en nadie más, salvo en G. E. Moore. Recuerdo que
una vez lo llevé a una reunión de la Sociedad Aristotélica; allí había algunas
personas un tanto necias y yo las traté con cortesía. Al salir, Wittgenstein me
recriminó con furia mi degradación moral por no haber dicho a esa gente lo
idiota que era. Su vida era tumultuosa, turbulenta, y su fuerza personal
extraordinaria. Se alimentaba de leche y vegetales, por lo que tenía la misma
sensación que la mujer de Patrick Campbell respecto de Shaw: «Que Dios nos
ampare si alguna vez se come un bistec». Solía visitarme cada día a medianoche
y quedarse caminando de un extremo al otro de la habitación durante tres horas
en agitado silencio, como una bestia enjaulada. Una vez le pregunté: «Estás
pensando en la lógica o en tus pecados»; «En ambos», me contestó y siguió
andando. Yo no me atrevía a sugerirle que ya era hora de acostarse, pues a
ambos nos parecía probable que se suicidara al salir de casa. Al terminar su
primer curso en Trinity vino a verme y me preguntó: «¿Cree usted que soy un
perfecto idiota?». Yo le dije: «¿Para qué quieres saberlo?». Y él me respondió:
«Porque si lo soy, me haré aeronauta, pero si no lo soy me convertiré en
filósofo». Yo le dije: «Mi querido amigo, no sé si eres o no un idiota, pero si
durante las vacaciones me escribes un ensayo sobre el tema filosófico que más
te interese, yo lo leeré y te lo diré». Así lo hizo, y a comienzos del curso
siguiente me presento su trabajo. Nada más leer la primera frase quedé
convencido de que Wittgenstein era un hombre de genio y le aseguré que bajo
ningún concepto debía hacerse aeronauta. A principios de 1914 vino a verme,
presa de una gran agitación: «Me voy de Cambridge, me marcho inmediatamente».
«¿Por qué?», le pregunté. «Porque mi cuñado se ha instalado en Londres y yo no
soporto estar cerca suyo.» De esta forma pasó el resto del invierno en el
extremo norte de Noruega. En los primeros tiempos le pregunté una vez a G. E.
Moore qué opinaba de Wittgenstein. «Tengo un gran concepto de él», me dijo. Le
pregunté por qué y me respondió: «Porque en mis clases es el único que se
muestra perplejo».
Imagen tomada de
https://www.the-tls.co.uk/articles/public/ludwig-wittgenstein-honesty-ground/
Cuando llegó la guerra,
Wittgenstein, que era muy patriota, se alistó como oficial en el ejército
austríaco. Los primeros meses aún fue posible escribirle y tener noticias
suyas, pero en poco tiempo se cortó la comunicación. Ya no supe de él hasta
pasado un mes después del armisticio, cuando recibí una carta suya desde Monte
Cassino contándome que algunos días después de la guerra había caído prisionero
de los italianos, aunque por suerte había logrado conservar el manuscrito de un
libro que por lo visto había escrito en las trincheras, y que quería que yo
leyera. Wittgenstein era de la clase de hombres que cuando pensaba sobre lógica
era capaz de no darse cuenta de minucias tales como bombas explotando a su
alrededor. Me envió el manuscrito de su libro, y sobre él discutimos Nicod,
Dorothy Wrinch y yo en Lulworth. Se trataba de la obra que más tarde se
publicaría con el título de Tractatus
Logico-Philosophicus. Lógicamente era muy importante encontrarse con
Wittgenstein para hablar personalmente de su libro, y como era mejor que el
encuentro tuviera lugar en un país neutral, decidimos vernos en La Haya.
Entonces surgió un problema inesperado. Antes de estallar la guerra, el padre
de Wittgenstein había transferido toda su fortuna a Holanda, así que al final seguía
siendo tan rico como al comienzo de la contienda. Justo en la época del
armisticio, el señor Wittgenstein murió, legando a su hijo el grueso de la
fortuna. Éste, sin embargo, llegó a la conclusión de que el dinero es un
obstáculo para el filósofo y entregó hasta el último céntimo de su fortuna a su
hermano y hermanas. A raíz de esto no podía pagarse el pasaje de Viena a La
Haya, y como era muy orgulloso no quiso mi dinero. Por fin se encontró una
solución al problema. En Cambridge se encontraban guardados sus muebles y sus
libros, y él me expresó su deseo de vendérmelos. En la tienda de muebles que
los guardaba me asesoraron respecto a su valor y yo los compré al precio que me
indicaron. En realidad eran mucho más valiosos de lo que él creía, y para mí fue
el mejor negocio de mi vida. Gracias a esta venta Wittgenstein pudo viajar a La
Haya, y allá nos pasamos una semana discutiendo su libro línea por línea
mientras Dora iba a la biblioteca pública a leer las invectivas de Salmatius
contra Milton.
Pese a ser un filósofo
lógico, Wittgenstein era a la vez patriota y pacifista. Tenía una excelente
opinión de los rusos, con quienes había confraternizado en el frente. Me contó
que en una ocasión, hallándose en un pueblecito de Galicia sin nada que hacer,
encontró una librería y se le ocurrió pensar que allí podría encontrar un
libro. Había sólo uno, unos comentarios de Tolstoi sobre los evangelios. Lo
compró, y el libro le causó una gran impresión. Por un tiempo se volvió muy
religioso, hasta el punto de empezar a considerarme una persona demasiado mala
como para tener una relación conmigo. Para ganarse la vida se hizo maestro de
escuela básica en una aldea rural austríaca llamada Trattenbach, desde donde me
escribía diciéndome: «Los habitantes de Trattenbach son muy malos». Yo le
contestaba: «Sí, todos los hombres son muy malos», a lo que él respondía: «Es
verdad, pero los de Trattenbach son más malos que los hombres de otros sitios»,
y yo le replicaba que mi sentido lógico se negaba a aceptar semejante proposición.
Pero su opinión de justificaba en cierto modo: los campesinos se negaban a
proporcionarle leche porque enseñaba a sus pequeños unas sumas que nada tenían
que ver con con el dinero. En esa época, Wittgenstein debe de haber pasado
hambre y muchas privaciones, pero casi nunca se lo podía inducir a hablar de
ello, pues tenía el orgullo de Lucifer. Finalmente su hermana decidió
construirse una casa y lo contrató como arquitecto. Esto le dio suficiente
dinero como para comer durante unos años, tras los cuales regresó a Cambridge
como catedrático para ser blanco de los poemas en forma de pareados que
escribía en su contra el hijo de Clive Bell. No era una persona que se adaptara
fácilmente a las reuniones sociales. Whitehead me describió la primera vez que
Wittgenstein fue a verlo. Al ser conducido al salón a la hora del té no pareció
reparar en la presencia de la señora Whitehead y se puso a caminar en silencio
de un lado a otro del salón, hasta que por fin exclamó: «Una proposición tiene
dos polos. Es apb». Al contármelo, Whitehead dijo:
«Naturalmente yo le pregunté qué son a y b, pero en seguida comprobé que había
dicho algo malo». «a y b son indefinibles», rugió la voz
de Wittgenstein.
Como todos los grandes
hombres, tenía sus puntos débiles. En 1922, en la cumbre de su ardor místico y
mientras me aseguraba con gran convicción de que era mejor ser bueno antes que
inteligente, descubrí que le tenía terror a las avispas, y que a causa de los
insectos era incapaz de quedarse otra noche más en el alojamiento que habíamos
encontrado en Innsbruck. Tras mis viajes por Rusia y China, yo estaba
acostumbrado a las pequeñas vicisitudes de ese tipo, pero ni siquiera su gran
convicción de que las cosas de este mundo no cuentan le permitía soportar con
paciencia los insectos. Sin embargo, y a pesar de estas pequeñas debilidades,
Wittgenstein fue un ser humano impresionante.
Fuente: Russell, B. (1975), Autobiografía, Edhasa, Barcelona.
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