Por Eduardo Galeano
1802
Volcán
Chimborazo
…
Trepan
sobre nubes, entre abismos de nieve, abrazados al áspero cuerpo del Chimborazo,
desgarrándose las manos contra la roca desnuda.
Han dejado las mulas a mitad de camino.
Humboldt carga a la espalda una bolsa llena de piedras que hablan del origen de
la cordillera de los Andes, nacida de un descomunal vómito desde el vientre
incandescente de la tierra. A cinco mil metros, Bonpland ha capturado una
mariposa y más arriba una mosca increíble y han seguido subiendo, a pesar de la
helazón y el vértigo y los resbalones y la sangre que les brota de los ojos y
las encías y los labios partidos. Los envuelve la niebla y continúan, a ciegas,
volcán arriba, hasta que un hachazo de luz rompe la niebla y deja desnuda la
cumbre, alta torre blanca, ante los atónitos viajeros. ¿Será, no será? Jamás
hombre alguno ha subido tan cerca del cielo y se dice que en los techos del
mundo aparecen caballos volando hacia las nubes y estrellas de colores en pleno
mediodía. ¿Será pura alucinación esta catedral de nieve alzada entre el cielo
del norte y el cielo del sur? ¿No los engañan los ojos lastimados?
Humboldt siente una plenitud de luz más
intensa que cualquier delirio: estamos hechos de luz, siente Humboldt, de luz
nosotros y de luz la tierra y el tiempo, y siente unas tremendas ganas de
contárselo ya mismo al hermano Goethe, allá en su casa de Weimar.
Fuente:
Galeano, E. (1984), Memoria del fuego 2: Las caras y las máscaras, Siglo Veintiuno, Buenos
Aires.
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