Por Eduardo Galeano
1593
Guarapari
…
Ignacio
de Loyola señaló el horizonte y ordenó:
–¡Id, e incendiad el mundo!
José de Anchieta era el más joven de los
apóstoles que trajeron el mensaje de Cristo, la buena nueva, a las selvas del
Brasil. Cuarenta años después, los indios lo llaman caraibebé, hombre
con alas, y dicen que haciendo la señal de la cruz Anchieta desvía tempestades
y convierte a un pez en un jamón y a un moribundo en un atleta. Coros de
ángeles bajan del cielo para anunciarle la llegada de los galeones o los
ataques de los enemigos, y Dios lo eleva de la tierra cuando reza, arrodillado,
las plegarias. Rayos de luz desde su cuerpo enclenque, quemado por el cinturón
de cilicio, cuando él se azota compartiendo los tormentos del hijo único de
Dios.
Otros milagros le agradecerá el Brasil. De
la mano de este santo haraposo han nacido los primeros poemas escritos en esta
tierra, la primera gramática tupí-guaraní y las primeras obras de teatro, autos
sacramentales que en lengua indígena trasmiten el evangelio mezclando
personajes nativos con emperadores romanos y santos cristianos. Anchieta ha
sido el primer maestro de escuela y el primer médico del Brasil y ha sido el
descubridor y el cronista de los animales y las plantas de esta tierra, en un
libro que cuenta cómo cambia de colores el plumaje de los guarás, cómo
desova el peixe-boi en los ríos orientales y cuáles son las costumbres
del puercoespín.
A los sesenta años, continúa fundando
ciudades y levantando iglesias y hospitales; sobre sus hombros huesudos carga,
a la par de los indios, las vigas maestras. Como llamados por su limpia y
pobretona luminosidad, los pájaros lo buscan y lo busca la gente. Él camina
leguas sin quejarse ni aceptar que lo lleven en redes, a través de estas
comarcas donde todo tiene el color del calor y todo nace y se pudre en un
instante para volver a nacer, fruta que se hace miel, agua, muerte, semilla de
nuevas frutas: hierve la tierra, hierve la mar a fuego lento y Anchieta
escribe en la arena, con un palito, sus versos de alabanza al Creador de la
vida incesante.
Fuente:
Galeano, E. (1982), Memoria del fuego I. Los nacimientos, Siglo XXI, México, D.F.
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