Por Roberto Bolaño
–Los galeses son unos cerdos –dijo el
cojo a una pregunta de su hijo. Unos cerdos absolutos. Los ingleses también son
unos cerdos, pero un poco menos que los galeses. Aunque la verdad es que son
igual de cerdos, pero intentan parecer un poco menos cerdos, y como saben
fingir bien al final lo parecen. Los escoceses son más cerdos que los ingleses
y sólo un poco menos cerdos que los galeses. Los franceses son tan cerdos como
los escoceses. Los italianos son lechones. Lechones dispuestos a comerse a su
propia madre cerda. De los austriacos se puede decir lo mismo: cerdos y cerdos
y cerdos. Nunca te fíes de un húngaro. Nunca te fíes de un bohemio. Te lamen la
mano mientras te devoran el dedo meñique. Nunca te fíes de un judío: ése te
come el pulgar y encima te deja la mano cubierta de babas. Los bávaros también
son unos cerdos. Cuando hables con un bávaro, hijo mío, procura tener el
cinturón bien abrochado. Con los renanos más vale ni siquiera hablar: en menos
de lo que canta un gallo te querrán cortar una pierna. Los polacos parecen
gallinas, pero si les arrancas cuatro plumas verás que tienen piel de cerdo. Lo
mismo pasa con los rusos. Parecen perros famélicos pero en realidad son cerdos
famélicos, cerdos dispuestos a comerse a quien sea, sin preguntárselo dos
veces, sin el más mínimo remordimiento. Los serbios son igual que los rusos,
pero en pequeño. Son como cerdos disfrazados de perros chihuahuas. Los perros
chihuahuas son unos perros enanos, del tamaño de un gorrión, que viven en el
norte de México y que aparecen en algunas películas americanas. Los americanos
son unos cerdos, por supuesto. Y los canadienses, grandes cerdos
inmisericordes, aunque los peores cerdos del Canadá son los cerdos
francocanadienses, así como los peores cerdos de América son los cerdos
irlandeses. Los turcos tampoco se salvan. Son cerdos sodomíticos, como los de
Sajonia y los de Westfalia. Acerca de los griegos sólo puedo decir que son
igual que los turcos: cerdos peludos y sodomíticos. Sólo los prusianos se
salvan. Pero Prusia ya no existe. ¿Dónde está Prusia? ¿Tú la ves? Yo no la veo.
A veces tengo la impresión de que murieron todos en la guerra. A veces, por el
contrario, tengo la impresión de que mientras yo estaba en el hospital, ese
inmundo hospital de cerdos, los prusianos emigraron en masa, lejos de aquí. A
veces voy a los roqueríos y miro el Báltico y trato de adivinar hacia dónde se
fueron las naves de los prusianos. ¿A Suecia? ¿A Noruega? ¿A Finlandia?
Imposible: ésas son tierras de cerdos. ¿Adónde, entonces? ¿A Islandia, a
Groenlandia? Trato de adivinarlo y no puedo. ¿Dónde están entonces los
prusianos? Me acerco a los roqueríos y los busco en el horizonte gris. Un gris
revuelto como la pus. Y no una vez al año. ¡Una vez al mes! ¡Una vez cada
quince días! Pero nunca los veo, nunca adivino hacia qué punto del horizonte se
lanzaron. Sólo te veo a ti, tu cabeza entre las olas que aparece y desaparece,
y entonces me siento en una roca y me quedo quieto mucho rato, mirándote,
convertido yo también en otras roca, y aunque a veces mis ojos te pierden de
vista o aparece tu cabeza a mucha distancia de donde te habías sumergido, no
temo por ti, pues sé que volverás a salir, que las aguas nada pueden hacerte. A
veces, incluso, me quedo dormido, sentado sobre una roca, y cuando me despierto
tengo tanto frío que ni siquiera le echo una mirada al mar para comprobar si
aún estás allí. ¿Qué hago entonces? Pues me levanto y vuelvo al pueblo dando
diente con diente. Y al entrar en las primeras calles me pongo a cantar para
que los vecinos se hagan la idea equivocada de que me he ido a emborrachar a la
taberna de Krebs.
Fuente: Bolaño, R. (2004), 2666, Anagrama. Barcelona.
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